Hace tiempo estaba curioseando por el magnífico Diccionario Biográfico electrónico, una genial iniciativa de la Real Academia de la Historia que provee al público general de las biografías de muchos personajes de la Historia de España. Al introducir el nombre «Francisco de Mendoza» en el buscador aparecen más de una veintena de entradas. Hay varios marqueses y duques como corresponde a un apellido tan ilustre, pero entre ellos destaca un apodo: «el Inmortal». ¿En serio? ¿El Inmortal? Mira que hay apodos fascinantes de personajes históricos (merecidos o no) como «el Temerario», «el Sin Miedo» o «el Bravo», pero ¿el Inmortal? Como todo el mundo puede suponer la curiosidad que sentí fue irresistible. Después de leer su biografía no puede dejar de pensar que el apodo se lo había ganado a pulso y como no me gusta guardarme estas cosas para mí solo voy a compartir su historia por aquí.
Francisco de Mendoza nació en 1772, posiblemente hijo de nobles, pero no de muy alta alcurnia. En 1790, cuando ya contaba con 18 años se alistó como cadete en el Regimiento del Príncipe, una unidad antigua y famosa que podía trazar su origen al Tercio de Lombardía creado un par de siglos antes. En este regimiento tuvo su bautismo de fuego cuando su regimiento participó en la Guerra de la Convención (1793-1795). Principalmente luchó en Navarra y fue capturado en las cercanías de Zilveti en octubre de 1794. Liberado por la Paz de París de 1795, fue ascendido a teniente de fusileros y participó, unos años más tarde, en la Guerra de las Naranjas (1801), un breve conflicto (duró apenas 18 días) por el que España conquistó la ciudad de Olivenza y fijó el río Guadiana como su frontera con Portugal. Seis años más tarde, en 1807 volvió a Portugal esta vez para invadir casi todo el país como parte un gran ejército franco-español.
Hasta aquí su biografía es la típica de un oficial de carrera, participando en los conflictos bélicos a los que se enfrentaba España, pero sin destacar especialmente. El punto de inflexión llega con la Guerra de la Independencia. El levantamiento anti-francés le pilla en Oporto, como parte de las tropas españolas que ocupaban Portugal. Enterado el ejército de los sucesos del 2 de mayo, las tropas volvieron a España cruzando el río Miño. Con sus compañeros formó lo que se dio en llamar el «ejército de Galicia» a las órdenes de Joaquín Blake.
Poco tiempo después reciben órdenes de reforzar el «ejército de Castilla» al mando de Gregorio de la Cuesta, el cual por sus pocos efectivos había tenido que huir a Benavente dejando en manos de los franceses Valladolid. Cuando Blake se reunió con Cuesta no se coordinaron bien. Cada uno quería imponer su criterio al otro y como tenían para respaldar su autoridad sus propias tropas cada cual hizo lo que le dio la real gana. Los dos llevaron a sus ejércitos hasta Medina de Rioseco y allí el 14 de julio de 1808 les sorprende el mariscal Bessières y sus veteranos soldados de la Grande Armée.
Francisco de Mendoza era teniente de granaderos entonces. Los granaderos eran soldados que se dedicaban a lanzar bombas de mano a los enemigos o al menos eso eran cuando se formaron. De cada regimiento se escogía a los tipos más altos y fornidos para que cumplieran esa labor. Con el tiempo se dejaron de usar esas bombas de mano, pero se siguió escogiendo a los mejores soldados de cada regimientos para que formaran una compañía aparte, la de granaderos. Eran tropas de élite, formadas por los más fuertes, arrojados y experimentados. Si Francisco era uno de ellos, esto indica que era un soldado excelente.
El 14 de julio de 1808 Francisco estaba encuadrado en una columna de granaderos de la 4º división mandada por el marqués de Portago. La batalla no fue muy bien para los españoles. La descoordinación de los mandos y la bisoñez de los soldados hicieron que la batalla fuera un desastre. Sin embargo, en medio del desastre sobresalió una acción tan valiente como suicida. En un momento de la batalla la 4º división se vio sacudida por los cañonazos de una batería de artillería de la Guardia Joven Imperial. Las bajas se iban acumulando y el comandante de los granaderos, el brigadier José Mª Carvajal y Urrutia, ordenó una carga a la bayoneta calada contra los cañones. Era una orden tremenda. Los cañones les iban a estar disparando durante toda la carga y cuando estuvieran cerca cargarían botes de metralla, dejando a aquellos pobrecillos a los que apuntase hechos trizas. Pese a todo los granaderos se lanzaron de cabeza y, dejando a muchos camaradas por el camino, consiguieron llegar a distancia de bayoneta, pasando a cuchillo a todo aquel que se les pone por medio. El pobre Francisco logró llegar a los cañones, pero en el combate recibió más de veinte de heridas de metralla, fusil y bayoneta. Estaba hecho un Cristo, vamos.
Si fuera otra persona seguramente acabaría aquí nuestro relato. Más de veinte heridas. ¿Hay alguien que se lo imagine? Pero esta es la historia de "El Inmortal" y el mote se lo tenía que ganar por algo. Pese a la valiente acción de los granaderos la batalla no varió su curso y acabó en una completa derrota para los españoles. ¿Y que hay de Francisco? Pues con tantas heridas recibidas en el ataque era imposible que lo pudieran retirar con sus compañeros así que fue hecho prisionero y llevado ante el famoso y sanguinario general Lasalle. Este general fue uno de los mejores jefes de caballería de Napoleón, acometiendo siempre acciones arriesgadas y llegando a decir que: «¡Todo húsar que no haya muerto a los 30 años es un mamarracho!». A Lasalle no debía de importarle mucho eso de vivir o dejar vivir así que ordenó que el bueno de Francisco fuera asesinado. Una muestra más de las crueldades que cometieron los franceses en esta guerra. Uno de sus soldados le dio un sablazo en la cabeza y otro le disparó con su pistola también en la cabeza para rematarlo. Con esto ya cualquiera de nosotros estaría saludando a San Pedro a ver si le deja pasar.
Pero no nuestro Francisco. A ver, como ya dije antes el mote tenía que ganárselo y eso hizo el pobre teniente: no morir. Fue dejado en campo de batalla, pero sobrevivió a todas sus heridas. No sé exactamente lo que le pasó, pero he leído que no fue si no hasta ocho días después cuando recibió las primeras curas en un hospital de sangre establecido en Medina de Rioseco. Las heridas fueron tremendas. Quedó manco de las dos manos y sufría frecuentes vértigos y dolores. Aún así, después de su gran hazaña de no morir, pese al empeño que habían puesto en ello los franceses, el bueno de Francisco sintió que debía volver a la lucha y ese mismo año se reincorporó al ejército aunque, evidentemente, no pudo volver a la primera línea. Le asignaron tareas administrativas de inspección de infantería y así pudo poner su granito de arena para derrotar a los franceses.
No he encontrado mucho más de Francisco de Mendoza, el Inmortal. Parece que se casó en 1810 y que sobrevivió a la guerra, obteniendo su retiro en 1815. Esperemos que después de tanta guerra y tantas heridas pudiera encontrar un poco de paz.