jueves, 16 de mayo de 2024

Francisco de Mendoza, «el Inmortal»

Hace tiempo estaba curioseando por el magnífico Diccionario Biográfico electrónico, una genial iniciativa de la Real Academia de la Historia que provee al público general de las biografías de muchos personajes de la Historia de España. Al introducir el nombre «Francisco de Mendoza» en el buscador aparecen más de una veintena de entradas. Hay varios marqueses y duques como corresponde a un apellido tan ilustre, pero entre ellos destaca un apodo: «el Inmortal». ¿En serio? ¿El Inmortal? Mira que hay apodos fascinantes de personajes históricos (merecidos o no) como «el Temerario», «el Sin Miedo» o «el Bravo», pero ¿el Inmortal? Como todo el mundo puede suponer la curiosidad que sentí fue irresistible. Después de leer su biografía no puede dejar de pensar que el apodo se lo había ganado a pulso y como no me gusta guardarme estas cosas para mí solo voy a compartir su historia por aquí.


Francisco de Mendoza nació en 1772, posiblemente hijo de nobles, pero no de muy alta alcurnia. En 1790, cuando ya contaba con 18 años se alistó como cadete en el Regimiento del Príncipe, una unidad antigua y famosa que podía trazar su origen al Tercio de Lombardía creado un par de siglos antes. En este regimiento tuvo su bautismo de fuego cuando su regimiento participó en la Guerra de la Convención (1793-1795). Principalmente luchó en Navarra y fue capturado en las cercanías de Zilveti en octubre de 1794. Liberado por la Paz de París de 1795, fue ascendido a teniente de fusileros y participó, unos años más tarde, en la Guerra de las Naranjas (1801), un breve conflicto (duró apenas 18 días) por el que España conquistó la ciudad de Olivenza y fijó el río Guadiana como su frontera con Portugal. Seis años más tarde, en 1807 volvió a Portugal esta vez para invadir casi todo el país como parte un gran ejército franco-español.


Hasta aquí su biografía es la típica de un oficial de carrera, participando en los conflictos bélicos a los que se enfrentaba España, pero sin destacar especialmente. El punto de inflexión llega con la Guerra de la Independencia. El levantamiento anti-francés le pilla en Oporto, como parte de las tropas españolas que ocupaban Portugal. Enterado el ejército de los sucesos del 2 de mayo, las tropas volvieron a España cruzando el río Miño. Con sus compañeros formó lo que se dio en llamar el «ejército de Galicia» a las órdenes de Joaquín Blake.


Poco tiempo después reciben órdenes de reforzar el «ejército de Castilla» al mando de Gregorio de la Cuesta, el cual por sus pocos efectivos había tenido que huir a Benavente dejando en manos de los franceses Valladolid. Cuando Blake se reunió con Cuesta no se coordinaron bien. Cada uno quería imponer su criterio al otro y como tenían para respaldar su autoridad sus propias tropas cada cual hizo lo que le dio la real gana. Los dos llevaron a sus ejércitos hasta Medina de Rioseco y allí el 14 de julio de 1808 les sorprende el mariscal Bessières y sus veteranos soldados de la Grande Armée.


Francisco de Mendoza era teniente de granaderos entonces. Los granaderos eran soldados que se dedicaban a lanzar bombas de mano a los enemigos o al menos eso eran cuando se formaron. De cada regimiento se escogía a los tipos más altos y fornidos para que cumplieran esa labor. Con el tiempo se dejaron de usar esas bombas de mano, pero se siguió escogiendo a los mejores soldados de cada regimientos para que formaran una compañía aparte, la de granaderos. Eran tropas de élite, formadas por los más fuertes, arrojados y experimentados. Si Francisco era uno de ellos, esto indica que era un soldado excelente. 

El 14 de julio de 1808 Francisco estaba encuadrado en una columna de granaderos de la 4º división mandada por el marqués de Portago. La batalla no fue muy bien para los españoles. La descoordinación de los mandos y la bisoñez de los soldados hicieron que la batalla fuera un desastre. Sin embargo, en medio del desastre sobresalió una acción tan valiente como suicida. En un momento de la batalla la 4º división se vio sacudida por los cañonazos de una batería de artillería de la Guardia Joven Imperial. Las bajas  se iban acumulando y el comandante de los granaderos, el brigadier José Mª Carvajal y Urrutia, ordenó una carga a la bayoneta calada contra los cañones. Era una orden tremenda. Los cañones les iban a estar disparando durante toda la carga y cuando estuvieran cerca cargarían botes de metralla, dejando a aquellos pobrecillos a los que apuntase hechos trizas. Pese a todo los granaderos se lanzaron de cabeza y, dejando a muchos camaradas por el camino, consiguieron  llegar a distancia de bayoneta, pasando a cuchillo a todo aquel que se les pone por medio. El pobre Francisco logró llegar a los cañones, pero en el combate recibió más de veinte de heridas de metralla, fusil y bayoneta. Estaba hecho un Cristo, vamos.


Si fuera otra persona seguramente acabaría aquí nuestro relato. Más de veinte heridas. ¿Hay alguien que se lo imagine? Pero esta es la historia de "El Inmortal" y el mote se lo tenía que ganar por algo. Pese a la valiente acción de los granaderos la batalla no varió su curso y acabó en una completa derrota para los españoles. ¿Y que hay de Francisco? Pues con tantas heridas recibidas en el ataque era imposible que lo pudieran retirar con sus compañeros así que fue hecho prisionero y llevado ante el famoso y sanguinario general Lasalle. Este general fue uno de los mejores jefes de caballería de Napoleón, acometiendo siempre acciones arriesgadas y llegando a decir que: «¡Todo húsar que no haya muerto a los 30 años es un mamarracho!». A Lasalle no debía de importarle mucho eso de vivir o dejar vivir así que ordenó que el bueno de Francisco fuera asesinado. Una muestra más de las crueldades que cometieron los franceses en esta guerra. Uno de sus soldados le dio un sablazo en la cabeza y otro le disparó con su pistola también en la cabeza para rematarlo. Con esto ya cualquiera de nosotros estaría saludando a San Pedro a ver si le deja pasar.


Pero no nuestro Francisco. A ver, como ya dije antes el mote tenía que ganárselo y eso hizo el pobre teniente: no morir. Fue dejado en campo de batalla, pero sobrevivió a todas sus heridas. No sé exactamente lo que le pasó, pero he leído que no fue si no hasta ocho días después cuando recibió las primeras curas en un hospital de sangre establecido en Medina de Rioseco. Las heridas fueron tremendas. Quedó manco de las dos manos y sufría frecuentes vértigos y dolores. Aún así, después de su gran hazaña de no morir, pese al empeño que habían puesto en ello los franceses, el bueno de Francisco sintió que debía volver a la lucha y ese mismo año se reincorporó al ejército aunque, evidentemente, no pudo volver a la primera línea. Le asignaron tareas administrativas de inspección de infantería y así pudo poner su granito de arena para derrotar a los franceses.


No he encontrado mucho más de Francisco de Mendoza, el Inmortal. Parece que se casó en 1810 y que sobrevivió a la guerra, obteniendo su retiro en 1815. Esperemos que después de tanta guerra y tantas heridas pudiera encontrar un poco de paz.


miércoles, 8 de mayo de 2024

La estación nevada


Ya anochecía en aquella ciudad perdida de la mano de Dios. Nunca más, me decía una y otra vez, nunca vuelvo a tocar a las provincias. Ya era bastante malo que mi manager solo me hubiera conseguido un par de actuaciones en la capital, pero ¿venir hasta aquí, hasta el culo del mundo, para actuar delante de cincuenta personas? Nunca más. Cierto que esos cincuenta habían sido el público más entregado en mucho tiempo. Cierto que habían coreado todas y cada una de las canciones. Cierto que me habían invitado a todas las copas que había querido. Pero, joder, aquí hacía un frío que pelaba. Además, tendría que ir andando a la estación para coger el tren de vuelta que pasaba a última hora. ¿Andando? ¿En qué clase de mundo vive esta gente sin taxis, ni uber, ni nada? ¿Cómo se podían llamar a sí mismo civilizados?


De camino empezó a nevar. Lenta y blandamente se empezó a formar un blanco manto, roto aquí y allá, por las breves pisadas de la gente que volvía a su casa. Y mientras yo congelándome por un puñetero bolo. Ay que ver. Nunca más. Por fin llegué a la estación. Era un edificio pequeño, de tipo neoclásico. El típico edificio de hace cincuenta años que no es especialmente bonito, pero que desde luego es mejor que las monstruosidades feas y grises que se hacen hoy en día. Los pocos viajeros se arracimaban en la cafetería. Viendo el cuadro, decidí ir al andén a fumarme un piti.


En la cajetilla solo quedaba un triste cigarro, una última bala. Sus compañeros se habían quedado por el camino, en manos de gorrones que no se compran una cajetilla porque no quieren fumar, pero que en cuanto se toman un gin-tonic están pidiendo como locos cigarrillos a todo el mundo. Que les den. Podrán llamarme de todo, pero al menos nunca podrán decir que soy un rata. Si alguien me pide tabaco le doy. Y punto. Ella fue quien me enseñó eso. Nunca negaba un pitillo. No se lo hubiera negado ni a su peor enemigo. Tenía que ver con la solidaridad entre fumadores frente a un mundo frío y hostil. O algo así. Desde luego frío y hostil era el andén. No había nadie a mi alrededor. Ni un viajero, ni un revisor. Nadie.


Mientras fumaba empecé, sin darme cuenta, a pensar en lo que ella hubiera dicho si hubiera estado allí conmigo. Seguro que me habría arrancado una sonrisa. Ella siempre conseguía hacerme reír. Mis amigos se sorprendieron mucho cuando rompimos. No se lo podían creer. «¿Vosotros? ¿Romper? Pero si estáis hechos el uno para el otro». En aquel momento me pareció que exageraban, que había más peces en el mar, que mi música era más importante. Menudo idiota. Y desde entonces no supe más de ella.


Cuando ya se me estaba acabando el piti sonó una alerta por los megáfonos de la estación. Por un segundo pensé que mi tren se había adelantado, pero no. Era uno que iba en dirección contraria. Como no tenía nada mejor que hacer me puse a mirar como se preparaban los viajeros para bajar. Siempre me ha parecido un bonito espectáculo de la condición humana ver bajarse a la gente de los trenes. Si no lo habéis hecho os lo recomiendo. Están los impacientes que no esperan ni a que se atisbe la ciudad de destino para ponerse ya en la puerta, aunque tengan que esperar diez minutos de pie. Están los veteranos que aguantan hasta el último segundo a que el tren se pare porque no van estar de pie un rato si «aún queda mucho para la estación». Están los abuelitos que viajan con maletas enormes y los jóvenes que se prestan a ayudarles a bajarlas del tren. Conozco a uno que por eso se quedó en la estación equivocada.


En medio de todo ese espectáculo de pronto la vi. Era ella. Leía, medio apelotonada en el asiento, una novela. Llevaba su jersey de rayas que tanto le gustaba. En ese momento me quedé totalmente paralizado. Ese tren iba en dirección contraria. Con ella la había cagado hasta el fondo. Me lanzaría la novela a la cabeza si me veía, seguro. Bah, a la mierda. Me lancé hacia las puertas cogiendo carrerilla y monté de un salto justo cuando las puertas se cerraban. Casi me rompo la crisma con las puñeteras escaleritas.


Me di unos minutos para serenarme y recomponerme un poco. La había visto hacia la izquierda, ¿verdad? Recorrí un vagón parándome un poco, fijándome bien en todo el mundo. Al llegar al final estaba sudando, comparado con el frío de fuera, aquello era un infierno. Me quité el abrigo y proseguí la búsqueda. Si no era este era el siguiente. Seguro. Allí me la encontré. Estaba de espaldas a mí con la cabeza apoyada en la mano mirando por la ventana, la novela olvidada a su lado. ¿Y ahora qué? Me mordí los labios, me rasqué un poco la cabeza y finalmente me lancé, construyendo mi mejor sonrisa:


-¡Ey!, ¿cuánto tiempo no?



miércoles, 1 de mayo de 2024

La ciudad de blancas murallas

 La luna, blanca y redonda, reflejaba su luz en los blancos muros del palacio. El estandarte del rey ondeaba orgulloso en lo más alto de la colina, destelleando el pálido lienzo como el faro de un puerto seguro. Era una plácida noche de verano y los miembros de la corte dormían tan felices y satisfechos como los habitantes de la ciudad que se extendía a sus pies. Por fin, después de tantos años, la guerra había terminado. Los niños volverían a cuidar del ganado fuera de la ciudad sin temor. Los hombres podrían dedicarse a dar forma a la piedra, a la madera, a los sueños que sus cabezas concibieran. Las mujeres dejarían de preocuparse cada día por sus maridos y dejarían de sentarse a la puerta de sus casas con las vecinas para sobrellevar la espera y rogar a los dioses que ellos regresaran un día más con vida de las murallas. El dulce sueño de la paz envolvía las plazas y callejones, las cimas de las torres y el adarve de la muralla, la casa del humilde y la mansión del noble. Pero ¡ay!, al igual que la noche siempre tiene que dejar paso al día, la tranquilidad pronto se turbó y el sueño de la paz se transformó en la pesadilla de la guerra.


Antes de que los pocos centinelas que guardaban las murallas pudieran dar la voz de alarma, todo un barrio de la ciudad baja se vio envuelto en fuego. La confusión era enorme. ¿Qué había pasado? ¿Esto era el descuido de un borracho o un castigo divino? ¿Quiénes eran esos hombres vestidos de negro que se abrían paso hasta las puertas de la ciudad a punta de lanza? La guardia de la muralla, despertada de golpe por el rojo incendio e impelida a ayudar a quienes gritaban y lloraban víctimas del fuego, no fue rival para los hombres que con furiosa determinación atacaron las torres que flanqueaban la entrada a la ciudad. Muchos soldados perecieron con cubos de agua en sus manos y una mueca de incredulidad en sus caras. Cuando las fuertes y poderosas hojas de la puerta temblaron y chirriaron para abrirse, un grito sonó en la oscuridad. Fue un grito multitudinario, tremendo, que hizo estremecer a todo aquel que lo escuchó. Parecía más animal que humano, como si procediera de una manada de lobos que, triunfante, se regocija por haber encontrado un rebaño de ovejas sin pastor. De los campos surgieron a la luz de la luna cientos y cientos de figuras que, negras, se abalanzaban como una plaga sobre la ciudad de blancas murallas.


En la ciudad alta y el palacio algunos despertaron por el resplandor del fuego, otros por los gritos de pánico y otros, los más dormidos, fueron levantados de la cama por los criados. Todos miraron con horror desde las alturas como se extendía el fuego. Enseguida señores y oficiales se reunieron a medio vestir en las cámaras del rey; sus mentes pensando en la mejor manera de atajar el incendio. De pronto, el grito de un centinela desbarató todos los planes a medio a hacer: «¡Alerta, el enemigo! ¡Entran por la puerta y toman las murallas!». La noticia cayó como un hachazo en medio de los reunidos. Algunos curtidos veteranos se quedaron con la mente en blanco. A los jóvenes se les anegaron los ojos de lágrimas cuando se dieron cuenta de que este era el final de su ciudad. La calma anterior, la esperanza de la paz había sido un fantasma; así era como acababa la lucha amarga que había envuelto sus vidas durante tantos años, no con la quietud del sueño sino con el fuego y la sangre de la venganza. Ya no había forma de salvar la ciudad. 


Troya había caído, pero, al menos, caerían unos cuantos aqueos con ella. Algunos oficiales fueron encargados de dirigir una evacuación por los túneles y pasadizos secretos, debían reunir y salvar a todos cuantos pudieran. Los demás acordaron unánimemente acudir al pasaje que separaba la ciudad alta de la baja y montar allí una última resistencia para dar tiempo a que sus familias se pusieran a salvo. El rey quiso ir con ellos, pero su mujer le convenció de que fuera a pedir la protección divina para su pueblo, pues sus brazos, vencidos por la edad, estaban más acostumbrados a las plegarias que a las armas. Las escaleras que separaban ambas partes de la ciudad eran amplias, proporcionando al que subía una esplendorosa visión de los templos y mansiones de la ciudadela y al que bajaba una magnífica vista de las plazas y mercados de la urbe y de las granjas y cultivos que asomaban tras las murallas. Mas hoy la vista era dantesca, ríos de fuego envolvían los jardines, las fuentes estaban anegadas de cadáveres y una marea negra se acercaba implacable, arrancando a la luna tenues resplandores en las puntas de las lanzas. Ante esa visión formaron los últimos troyanos; a medio vestir, algunos sin corazas, otros sin casco, pero la mayoría con escudo y lanza. El muro de escudos se formó y se alzó el estandarte en el centro, quizá la última vez que el sello de Príamo ondeara sobre la tierra. 


El choque fue brutal y el muro de escudos tembló, mas no se rompió de momento. Sin embargo, poco a poco se fueron abriendo brechas. Los hombres retrocedieron, intentando tapar los huecos y dejando rojos los blancos escalones que iban abandonando. Finalmente, la línea se quebró. Los aqueos inundaron la escalera y empezaron a dispersarse por la ciudadela. En el mismo centro de la escalera unos pocos formaron en círculo alrededor del estandarte, la última resistencia sin esperanza, el último rompeolas ante la tempestad. Allí estaban los jóvenes más duros y los veteranos más curtidos, pero poco a poco, uno a uno, fueron cayendo, cerrándose cada vez más el círculo hasta que el último de ellos murió con la espada en una mano y el estandarte en la otra, rodeado de sus camaradas. El gran estandarte cayó como una enorme sábana y cubrió a troyanos y aqueos por igual como un sudario que trajera la paz a los muertos. Enseguida los atacantes se dispersaron buscando su parte del botín, abandonando a sus caídos junto con los cadáveres de sus enemigos. Pronto nadie quedó en el pasaje. Quizá justamente ese lugar, el mismo centro de las escaleras, el mismo corazón de la urbe, donde la lucha había sido tan feroz y cruenta, fuera el más plácido de Ilión en ese momento porque a su alrededor el fuego, el saqueo y la violencia envolvían toda la antigua ciudad, cuyos muros ennegrecidos y derribados, ya no reflejaron más en esa noche de verano la luz de la luna, redonda y blanca.


martes, 23 de abril de 2024

Muhammad Ahmad, el Paul Atreides del siglo XIX (III)

Hace unas semanas escribí una reflexión sobre el paralelismo entre Paul Atreides, personaje de la novela Dune tan en boga últimamente, y Muhammad Ahmad, un líder musulmán que encabezó una revuelta en Sudán contra el dominio colonialista anglo-egipcio. Después escribí otro artículo para explicar la historia de Muhammad y de su rebelión. Sin embargo, la explicación se alargaba un tanto así que decidí partirla en dos. Aquí tenemos la segunda parte.


Habíamos dejado la historia de Muhammad en un momento de éxito total. En la batalla de Shaykan sus fuerzas habían aniquilado al ejército egipcio dirigido por Hicks Pachá. Las tribus que no se habían unido aún a él, pensando que estaba destinado al fracaso, finalmente abrazaron con entusiasmo su causa. En su ejército se encontraban taaishas, rizeigats, habbaniyas y beni halba de Darfur, jaaliníes del norte de Jartum, feroces jinetes donaglas y muchas etnias más, pero el gran éxito para Muhammad fue atraerse a Osma Digna, el líder de las aguerridas tribus hadendowas, establecidas entre el mar Rojo y el Nilo. Parecía que todo Sudán estaba en pie de guerra.


El gobierno de El Cairo se veía desbordado y consideraba que el territorio sudanés tendría que ser abandonado. Los británicos, cuyo poderío militar era la única cosa que podía rescatarles, no querían meterse en otra aventura imperial (al menos de momento). ¿Cómo solucionar el entuerto? La solución que acordaron ambos gobierno fue enviar a otro oficial inglés para supervisar la retirada. El gobierno de Su Majestad Británica salvaba la cara y los egipcios sentían que el Imperio Británico no abandonaría a uno de los suyos en caso de problemas. ¿Quién era este oficial? ¿Quién iba a solucionar el problema? Nada más y nada menos que el general Charles George Gordon, conocido como «Gordon el Chino». Este general era cristiano, aunque no le tenía especial apego a ninguna de las iglesias establecidas. Tenía alergia a las reuniones sociales y a la ropa formal, de hecho, era bastante descuidado en lo tocante a su ropa y su aspecto. Era testarudo y enérgico, poseyendo una confianza ilimitada en su propio juicio y una gran impetuosidad. Entre 1863 y 1864 había ayudado a sofocar la rebelión Taiping contra la China Qing (de ahí su apodo), con un comportamiento valiente, ingenioso y honorable. Era toda una personalidad de la época. 

Gordon también había sido gobernador general del Sudán de 1877 a 1880. Durante su mandato había sido un firme opositor a la esclavitud, lo que le había granjeado un respeto considerable entre algunos sectores del pueblo sudanés (aunque, desde luego, los antiguos esclavistas le tenían bastante inquina), por lo que su elección resultaba lógica y aceptable para todos. En un principio las órdenes que tenía Gordon era supervisar la retirada de todas las guarniciones egipcias de Sudán. Nada se podía hacer para detener a los mahdistas, tan solo intentar controlar los daños. Sin embargo, el general tenía mucho cariño por la región. En el pasado había trabajado para mejorar la vida de los sudaneses y realmente se sentía responsable de lo que aconteciera en el territorio. Antes de llegar a Sudán ya había trazado planes para llevar a cabo la retirada. No obstante, cuando llegó a Jartum, la capital, y decidió desobedecer las órdenes. Gordon creía que montando un gobierno alternativo al del Mahdi con un sudanés a la cabeza se podría resolver la situación. Además, confiaba en que si la situación empeoraba el gobierno británico vendría a salvarle a él, a los 7.000 hombres de la guarnición y a las cerca de 30.000 personas que poblaban la capital.


El primer paso de Gordon fue intentar solucionar la crisis de forma diplomática y le envió a Muhammad un fez y un vestido rojo junto con la oferta de ser gobernador de Kordofán a cambio de terminar su rebelión. Según cuentan, el Mahdi se rió de la oferta y le envió una carta exigiendo a Gordon que se convirtiera al Islam, además advirtiéndole: «¡Soy el Mahdi esperado y no me someteré! ¡Soy el sucesor del Profeta de Dios y no tengo necesidad de ser nombrado sultán de Kordofán ni de ningún otro lugar!». La confrontación entre los dos era inevitable. Gordon decidió que salvaría a la población de la capital no retirándose hacia Egipto sino resistiendo en la ciudad.


El gobierno británico pronto comprendió el paso en falso que había dado. Enviar a Gordon había sido una solución de compromiso para con los egipcios. «Os enviamos a uno de nuestros más célebres militares, pero a cambio no intervendremos». Ahora, con el general negándose a retirarse, la opinión pública de las islas puso el grito en el cielo, reclamando que se organizase una expedición de socorro para salvar Jartum. Las peticiones de Gordon y de la prensa caían en saco roto. El primer ministro Gladstone no deseaba intervenir en una guerra colonial, pues consideraba que el tamaño del Imperio Británico debía reducirse, no aumentarse. De hecho, en una intervención en el parlamento declaró que «enviar tropas supondría iniciar una guerra de conquista contra un pueblo que lucha por su libertad».


Un par de meses después de que llegara el general a Jartum, en abril de 1884, las tropas mahdistas rodearon por completo la ciudad. Aislado y sin posibilidad de retirada, Gordon se dedicó a fortalecer sus defensas. Se deleitaba improvisando defensas heterodoxas y creó minas con proyectiles de artillería y cajas de galletas, alambradas con botellas rotas y otras muchas ingeniosidades. Jartum estaba protegida al norte por el Nilo Azul y al oeste por el Nilo Blanco, Gordon protegió las partes que restaban con un ancho foso, creando de esta forma una isla artificial. Así el Nilo se convirtió en su mejor defensa. Mientras no llegara la estación seca el enemigo lo tendría muy difícil para asaltar la ciudad. Por su parte, el Mahdi sabía que se hallaba en una situación delicada. Si fallaba ahora todas las tribus le volverían la espalda. En cambio si capturaba la capital, su posición estaría definitivamente asentada. Había estudiado a conciencia el Corán y conocía como el Islam primigenio había unido a las tribus árabes y había creado con ellas un vasto imperio. Su intención era emular a Mahoma y extender su dominio por todo el globo. Para eso Jartum tenía que caer. 


Con el paso del tiempo la presión se volvió insostenible para el gobierno británico. La imaginación de los londinenses había sido capturada por las aventuras del excéntrico general y su heroica resistencia. Incluso la reina Victoria expresó su insatisfacción por la postura de Gladstone. Por ello, en agosto se decidió enviar una expedición que socorriese Jartum. En principio la guarnición tenía suministros para cinco o seis meses, es decir que podría aguantar hasta septiembre u octubre. Pero los meses fueron pasando y no se tenían noticias de Inglaterra. Poco a poco se iban agotando las provisiones y las esperanzas de los sitiados. No fue sino hasta finales de diciembre cuando, por fin, la expedición se puso en marcha. Ya habían pasado casi diez meses desde el comienzo del cerco y el Nilo empezaba a perder su nivel. La situación en Jartum era extremadamente angustiosa.


Conocido por Muhammad el avance de la expedición decidió retrasarla lo máximo posible y apretar el cerco. El 17 de enero de 1885 la columna británica se vio bruscamente detenida por una gran fuerza de mahdistas en Abu Klea a unos 170 kilómetros de Jartum. Dos días más tarde en Abu Kru, los británicos libraron una agotadora batalla para ganar la orilla del Nilo y no morir de sed. Fue lo más lejos que llegaron las fuerzas terrestres. El 28, por fin, unos pocos barcos de vapor lograron acercarse a la ciudad, pero ya era tarde. La ciudad había caído solo dos días antes. Después de largos meses de espera, ganando posiciones semana tras semana, las tropas mahdistas habían lanzado su asalto final el 26 de enero poco después de la medianoche. Aprovechando el bajo nivel del río flanquearon las defensas de Gordon en algunos sitios mientras lanzaban un gran ataque a una de las puertas de las murallas. La guarnición debilitada por el hambre y por una moral muy baja no ofreció una gran resistencia. Para la mañana de ese mismo día todos los soldados y civiles de la ciudad habían muerto y las mujeres y los niños habían sido esclavizados. Cuentan los relatos románticos que Gordon, viendo todo perdido, salió al encuentro de sus enemigos armado únicamente con su bastón de mando, como había hecho tantas veces en China. En lo alto de las escaleras del palacio del gobernador fue asesinado y decapitado. Su cabeza se llevó a Muhammad para que celebrara la victoria.

De esta manera el Mahdi se había convertido en dueño y señor del Sudán. Su sueño de un imperio musulmán estaba comenzando a cobrar forma. Pronto echaría a los ingleses de las pocas plazas que controlaban y quizá bajaría por el Nilo buscando nuevas conquistas en tierras egipcias. No obstante, su sueño se truncó unos meses más tarde. Muhammad Ahmad se haya en la cúspide de su poder y gloria cuando unas fiebres le asaltaron, llevándole a la tumba en junio de 1885, tan solo cuatro años después de iniciar su rebelión. Su sueño de un Sudán libre de los colonialistas se vio cumplido. El de crear un imperio fundamentalista que abarcara todo el orbe no.


martes, 16 de abril de 2024

Muhammad Ahmad, el Paul Atreides del siglo XIX (II)

Como decía en una entrada anterior parece que se puede trazar un gran paralelismo entre la vida de Muhammad Ahmad y la del personaje Paul Atreides de la novela Dune. Ambos surgen del desierto,  ambos se titulan «Mahdi» y ambos declaran una yihad para librarse de los opresores colonialistas. Sin embargo, no vimos que pasó con la rebelión de Muhammad. ¿Se libró de los egipcios y británicos como Paul Atreides se libró de los Harkonnen? Ahora lo veremos.



En Dune el heredero de la casa Atreides inicia una gran rebelión con las gentes que viven en el desierto, los fremen, dándole, además, un carácter de yihad, de guerra santa. Este conflicto rebasa las fronteras del arenoso planeta de Arrakis para abarcar a todo el Universo Conocido y catapulta al joven líder a la posición de Emperador Padishah. Las hordas fremen son imparables e imponen su fe a sangre y fuego. Siguiendo con el paralelismo histórico algo similar le acontece a Muhammad Ahmad.


El alzamiento de Muhammad empezó en 1881 cuando se proclamó «Mahdi» en la isla de Aba, en medio del Nilo, y encabezó a sus seguidores en abierta rebelión contra de los egipcios. Enseguida el gobernador egipcio de Sudán envió un destacamento para arrestarlo formado por dos compañías de unos cien soldados cada una. Tenían fusiles modernos y una ametralladora y los seguidores de Muhammad eran unos trescientos campesinos sin armas de fuego. El arresto debería haber sido un paseo militar. Sin embargo, sorprendentemente, los malarmados seguidores del Mahdi lograron emboscar y derrotar por completo a la tropa. Sin duda, debió de parecer un milagro. 



Era un comienzo prometedor para la rebelión, pero Muhammad sabía que permanecer en la isla de Aba era un peligro. El Nilo es como una autopista en el Sudán, pues los barcos pueden transportar rápidamente hombres y materiales de Norte a Sur con más rapidez que las caravanas terrestres. Teniendo esto en cuenta, Muhammad tomó la decisión de encaminarse hacia la región de Kordofán, hacia el Oeste, hacia el desierto, donde contaba con una gran ascendencia sobre las tribus de la zona. Fue una sabia decisión. Un mes después una fuerza de castigo de unos mil hombres llegó a la isla e intentó capturarlo en vano. Ya había huido. Los egipcios enviaron sucesivas expediciones para cortar de raíz la rebelión, pero todo ese esfuerzo cayó en saco roto. Los hombres de Muhammad atraían a las tropas hacia el interior del desierto y allí, en un terreno que no conocían, eran aniquiladas. Además, sus armas pasaban a manos de sus enemigos. Cada victoria hacía crecer su leyenda y su ejército, pues más y más tribus se iban uniendo a esta figura que realmente parecía invencible.


Dos años más tarde, Muhammad se propuso un objetivo más ambicioso: la ciudad de El Obeid, capital de Kordofán. Juntando a varias decenas de miles de sudaneses, el Mahdi capturó la ciudad. Los oficiales de la guarnición fueron ejecutados. Los soldados, obligados a unirse a la rebelión. Ante este descalabro, los egipcios pusieron como jefe del ejército colonial en Sudán al coronel William Hicks, un curtido oficial inglés que había combatido tanto en la India como en Etiopía. Quizá un militar europeo podría imponerse donde todo lo demás había fallado. Al principio todo parecía ir bien para Hicks Pachá (como lo llamaban los egipcios). Atacado por un numeroso grupo de caballería mahdista, derrotó a sus oponentes sufriendo solo siete bajas e infringiendo unas 500 al enemigo. Esta victoria reconfortó mucho al gobierno de El Cairo, tanto que despachó nuevas órdenes a Hicks Pachá para que reconquistase Kordofán. El inglés, pese a algunas reticencias, emprendió el camino hacia El Obeid. Durante más de dos meses, la expedición luchó contra el calor, la sed y el hostigamiento de pequeñas partidas rebeldes. Pese a todo Hicks continuó adelante, ciego a la trampa que se disponía a sus pies. La guerrilla mahdista condujo a la columna egipcia hacia una zona de densos y espinosos matorrales llamada Shaykan. Allí los sudaneses, protegidos por la espesura, rodearon y atacaron a los egipcios. Las tropas egipcias formaron en cuadro, pero, acosadas por los cuatro flancos y con muy poca experiencia de combate, rompieron las formaciones después de un intenso combate. Se cuenta que Hicks y sus oficiales montaron una última resistencia de espaldas a un baobab gigante. El coronel fue uno de los últimos en caer defendiéndose a golpe de espalda y cuando ya había agotado todas sus balas. La mayor parte del ejército fue aniquilado. 

La yihad ya era imparable.

martes, 9 de abril de 2024

Muhammad Ahmad, el Paul Atreides del siglo XIX

Hoy por hoy la celebérrima obra de Frank Herbert, Dune, está en boca de mucha gente. La adaptación cinematográfica que ha llevado a cabo Denis Villeneuve ha captado la atención de todos, bien para alabarla, bien para poner el acento en sus carencias. Pese a los reparos todos coinciden en lo interesante de la propuesta de Villeneuve y en la originalidad de la historia de Herbert. No obstante, pocos han establecido la comparación entre la historia del joven Paul Atreides y la de Muhammad Ahmad, un hombre que puso en jaque al Imperio Británico durante algunos años, proclamando una yihad que, en sus pretensiones, quería ser mundial.


Pero, ¿quién este Muhammad Ahmad? ¿Seguro que tiene algo que ver con Dune? ¿Por qué me tendría que interesar este tipo? ¿No te estarás confundiendo? ¿Acaso no se pueden establecer más paralelismos con la vida del profeta Mahoma? Para empezar a abordar estas cuestiones hay que dejar clara una cosa, la obra de Frank Herbert es independiente, original, y, pese a que se perciben en ella muchas influencias, él (y posteriormente su hijo Brian y su colaborador Kevin J. Anderson) ha creado un trasfondo propio al igual que George R.R. Martin ha hecho con su Canción de Hielo y Fuego y la Guerra de las Dos Rosas. Teniendo esto en cuenta, tengo que admitir que no conozco tanto la obra de Herbert como para encontrar e identificar todos y cada uno de los elementos que recogió de la realidad, sin embargo la relación entre los hechos protagonizados por Paul Atreides y aquellos protagonizados por Muhammad Ahmad saltan a la vista.


Para empezar desenredemos brevemente la vida de Paul. Un chico de noble cuna y muy bien educado que es empujado al desierto por sus enemigos. Allí traba amistad con las tribus que lo habitan, las cuales esperan un mesías que los libere de la opresión de los Harkonnen, unos extranjeros que han colonizado el planeta. Después de un tiempo estas tribus (cuya religión, por cierto, es una hibridación entre el budismo zen y el islam suní llamada zensunni) al ver ciertas señales y portentos deciden reconocer a Paul como su «Mahdi», su mesías (en la película de Villeneuve el termino aparece poco y en su lugar se usa más «Lisan al Gaib»). Después de esto Paul inicia una guerra santa (en el libro se usa más el término «yihad», no sé, puede que estos cambios hayan sido para no ofender sensibilidades) no solo contra los malvados Harkonnen, sino también contra el resto del Universo Conocido. Es cierto que en este resumen he soslayado muchos detalles y me he centrado más en la historia que se narra en Dune II, pero a grandes rasgos esta es la historia de Paul.


Pues la historia de Muhammad Ahmad es la misma. Más o menos. Este señor nació en Sudán en 1843.  Aunque su familia no era especialmente rica, decía poder trazar su ascendencia hasta el mismo Mahoma. Sus parientes se dedicaron a la construcción de barcos, pero el joven Muhammad decidió dedicarse por entero al estudio del Islam, siendo reconocido por muchos como un modelo de piedad y ascetismo. Poco a poco su reputación creció, dedicándose a predicar una reforma del Islam, un retorno a las virtudes originales.


Pero, ¿cómo era Sudán en esa época? Desde 1821 esta tierra estaba dominada por el Jedivato de Egipto, un estado semiautónomo. En principio, era un territorio perteneciente al Imperio Otomano. En la práctica, los gobernantes de Egipto hacían lo que querían siempre y cuando los británicos estuvieran de acuerdo. Sudán, pues, era una colonia de los egipcios, que a su vez eran un protectorado de los británicos. Era, además, una tierra vasta e inhóspita, enclavada en medio de la parte suroriental del Sahara (con mucha, mucha arena como Dune). Las dos únicas fuentes de riqueza eran la agricultura que permitía la ribera del Nilo y el tráfico de esclavos. Y estos dos pilares económicos fueron socavados por el dominio egipcio. La agricultura fue favorecida por los adelantos occidentales, pero los impuestos frecuentemente ahogaban a los pequeños agricultores, causando el sempiterno resquemor que causa tributar. Por su parte, el tráfico de esclavos, tras una gran presión por parte de las potencias occidentales, fue suprimido de raíz. Ambas causas alimentaron un creciente descontento entre los sudaneses (menos en los esclavos liberados, ellos, supongo, estarían bastante agradecidos). Y, en este momento, volvemos a Muhammad. Aprovechando este clima y contando con la fuerza que le prestaban sus numerosos seguidores, en 1881 este descendiente de Mahoma proclamó ser el nuevo «Mahdi», que restauraría el Islam a su forma original y liberaría a Sudán de los odiosos egipcios y de sus amos británicos. Además, su misión divina, su yihad, no paraba en Sudán, sino que abarcaba todo el orbe. Quien no se uniera a él y a los suyos sería asesinado.


Sin duda, el paralelismo con Paul Atreides salta a la vista y, sin embargo, pocos conocen a esta figura, a este hombre que desde uno de los sitios más remotos de la Tierra inició una guerra santa y supuso un verdadero quebradero de cabeza al Imperio Británico. ¿Por qué pasa esto? Yo no tengo la respuesta. Quizá es que los conflictos coloniales del siglo XIX no nos interesan. Ya sabemos que los europeos fueron unos abusones y los africanos y asiáticos unas pobres víctimas y con este maniqueísmo burdo e ignorante nos vamos a la cama, felices de que esos tiempos hayan pasado.


Sin embargo, ¿realmente han pasado esos tiempos? ¿Ya no hay colonialismo? ¿Realmente había buenos y malos claramente definidos?  Y lo que algunos se estarán preguntando, ¿qué pasó con Muhammad Ahmad y su yihad? A todas estas preguntas o al menos a alguna de ellas intentaré dar respuesta próximamente. 

jueves, 1 de noviembre de 2018

Los pequeños detalles


Los detalles. Dios está en los detalles. Esta frase, atribuida a Flaubert, se hizo más conocida con el arquitecto Mies van der Rohe. Con ella se quiere expresar que las pequeñas cosas también son importantes; que quizá se puedan conseguir algunos logros sin ellas, pero que no serán realmente grandes si descuidamos lo pequeño.


Hace poco volví a ver La gran evasión (1963), esa gran película protagonizada por Steve McQueen, James Garner, Richard Attenborough, Charles Bronson y una miríada más de grandes actores. La trama se centra en un grupo de prisioneros de las fuerzas aéreas aliadas que, durante la Segunda Guerra Mundial, quieren escapar para causar problemas al enemigo y, quizás y con suerte, volver al hogar. El americano chanchullero, el tunelador polaco, el falsificador, el sastre... a lo largo del filme nos vamos encariñando con los personajes, riéndonos de sus gracias, disfrutando sus triunfos y sufriendo sus desventuras. 

Pero no sólo están ellos en el campo. Los guardianes del campo son soldados alemanes de la Luftwaffe (el arma áerea alemana), que en vez de volar con sus camaradas, se ven obligados a permanecer en tierra cumpliendo otras labores. Son pocos los alemanes que aparecen esbozados en la película. Tan solo el jefe del campo, el coronel von Luger, y un guardián, Werner. Es curioso cómo se nos presenta a estos dos personajes. Werner es un tipo normal, que en su juventud fue boy scout hasta que los nazis los prohibieron. Está preocupado por sus dientes, lo que le da cierto toque cómico, y lo único que quiere es dejar el ejército en cuanto acabe la guerra. El pobre es víctima de su propia candidez cuando el americano le roba la cartera. El coronel von Luger, por su parte, es un personaje más complejo. Hay que leer entre líneas para comprenderle. 

En primer lugar, se debe analizar cómo viste. Lleva el uniforme que le corresponde a su cargo, claramente reconocible por el color, las insignias del cuello y las hombreras. Además luce una condecoración muy significativa, la cruz Pour le Mérite, que lleva colgada al cuello. Esta distinción la creó Federico el Grande (1712-1786) como máxima condecoración para premiar un logro extraordinario en combate. Durante la Primera Guerra Mundial muchos de los ases de la aviación alemana fueron premiados con este mérito como Rudolf Berthold, Manfred von Richthofen (el célebre Barón Rojo), Werner Voss o Eduard von Schleich (el Caballero Negro). Tras la guerra, con la caída de la monarquía en Alemania, la condecoración fue abolida aunque se permitió su uso. Así pues, de todo esto se puede decir que von Luger fue un as de la aviación en la guerra anterior, un gran piloto.

Tras esto hay que fijarse en sus acciones. Él es un orgulloso oficial del Estado Mayor. Está decidido a llevar a cabo la tarea que le han encomendado. Quiere que acaben las fugas, aunque comprende el punto de vista de los prisioneros y su deber de intentar escapar. No les niega los privilegios usuales pese a que sabe que los pueden usar en su contra. Parece desencantado con el nazismo y sus métodos, como demuestra su tardanza y desgana al alzar la mano y saludar con el "Heil Hitler" a los oficiales de las SS y de la Gestapo. Al principio, cuando habla con el principal oficial de los prisioneros expresa su deseo de esperar sin sobresaltos a que la guerra termine, quizá dándola ya por perdida. Al final de la película se ve obligado a darle la noticia al jefe de los prisioneros de que la mayoría de los fugados han sido asesinados por la Gestapo. No puede mirarle a los ojos. Se frota las manos mientras agacha la cabeza. Está avergonzado. No comparte esos métodos brutales y tampoco ha podido impedirlos. Por último, se despide Hilts, el prisionero más persistente y burlón, con benevolencia diciéndole que verá Berlín antes que él, pues sabe que por su fracaso seguramente será ejecutado por las SS.

Uno no puede evitar sentir cierta lástima por Werner y, sobre todo, por el coronel von Luger. Son los adversarios, pero no "los malos". Al igual que muchos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial no eran nazis, aunque el estado sí lo fuera. Este es uno de los detalles que contribuyen a hacer grande a esta película.