miércoles, 8 de mayo de 2024

La estación nevada


Ya anochecía en aquella ciudad perdida de la mano de Dios. Nunca más, me decía una y otra vez, nunca vuelvo a tocar a las provincias. Ya era bastante malo que mi manager solo me hubiera conseguido un par de actuaciones en la capital, pero ¿venir hasta aquí, hasta el culo del mundo, para actuar delante de cincuenta personas? Nunca más. Cierto que esos cincuenta habían sido el público más entregado en mucho tiempo. Cierto que habían coreado todas y cada una de las canciones. Cierto que me habían invitado a todas las copas que había querido. Pero, joder, aquí hacía un frío que pelaba. Además, tendría que ir andando a la estación para coger el tren de vuelta que pasaba a última hora. ¿Andando? ¿En qué clase de mundo vive esta gente sin taxis, ni uber, ni nada? ¿Cómo se podían llamar a sí mismo civilizados?


De camino empezó a nevar. Lenta y blandamente se empezó a formar un blanco manto, roto aquí y allá, por las breves pisadas de la gente que volvía a su casa. Y mientras yo congelándome por un puñetero bolo. Ay que ver. Nunca más. Por fin llegué a la estación. Era un edificio pequeño, de tipo neoclásico. El típico edificio de hace cincuenta años que no es especialmente bonito, pero que desde luego es mejor que las monstruosidades feas y grises que se hacen hoy en día. Los pocos viajeros se arracimaban en la cafetería. Viendo el cuadro, decidí ir al andén a fumarme un piti.


En la cajetilla solo quedaba un triste cigarro, una última bala. Sus compañeros se habían quedado por el camino, en manos de gorrones que no se compran una cajetilla porque no quieren fumar, pero que en cuanto se toman un gin-tonic están pidiendo como locos cigarrillos a todo el mundo. Que les den. Podrán llamarme de todo, pero al menos nunca podrán decir que soy un rata. Si alguien me pide tabaco le doy. Y punto. Ella fue quien me enseñó eso. Nunca negaba un pitillo. No se lo hubiera negado ni a su peor enemigo. Tenía que ver con la solidaridad entre fumadores frente a un mundo frío y hostil. O algo así. Desde luego frío y hostil era el andén. No había nadie a mi alrededor. Ni un viajero, ni un revisor. Nadie.


Mientras fumaba empecé, sin darme cuenta, a pensar en lo que ella hubiera dicho si hubiera estado allí conmigo. Seguro que me habría arrancado una sonrisa. Ella siempre conseguía hacerme reír. Mis amigos se sorprendieron mucho cuando rompimos. No se lo podían creer. «¿Vosotros? ¿Romper? Pero si estáis hechos el uno para el otro». En aquel momento me pareció que exageraban, que había más peces en el mar, que mi música era más importante. Menudo idiota. Y desde entonces no supe más de ella.


Cuando ya se me estaba acabando el piti sonó una alerta por los megáfonos de la estación. Por un segundo pensé que mi tren se había adelantado, pero no. Era uno que iba en dirección contraria. Como no tenía nada mejor que hacer me puse a mirar como se preparaban los viajeros para bajar. Siempre me ha parecido un bonito espectáculo de la condición humana ver bajarse a la gente de los trenes. Si no lo habéis hecho os lo recomiendo. Están los impacientes que no esperan ni a que se atisbe la ciudad de destino para ponerse ya en la puerta, aunque tengan que esperar diez minutos de pie. Están los veteranos que aguantan hasta el último segundo a que el tren se pare porque no van estar de pie un rato si «aún queda mucho para la estación». Están los abuelitos que viajan con maletas enormes y los jóvenes que se prestan a ayudarles a bajarlas del tren. Conozco a uno que por eso se quedó en la estación equivocada.


En medio de todo ese espectáculo de pronto la vi. Era ella. Leía, medio apelotonada en el asiento, una novela. Llevaba su jersey de rayas que tanto le gustaba. En ese momento me quedé totalmente paralizado. Ese tren iba en dirección contraria. Con ella la había cagado hasta el fondo. Me lanzaría la novela a la cabeza si me veía, seguro. Bah, a la mierda. Me lancé hacia las puertas cogiendo carrerilla y monté de un salto justo cuando las puertas se cerraban. Casi me rompo la crisma con las puñeteras escaleritas.


Me di unos minutos para serenarme y recomponerme un poco. La había visto hacia la izquierda, ¿verdad? Recorrí un vagón parándome un poco, fijándome bien en todo el mundo. Al llegar al final estaba sudando, comparado con el frío de fuera, aquello era un infierno. Me quité el abrigo y proseguí la búsqueda. Si no era este era el siguiente. Seguro. Allí me la encontré. Estaba de espaldas a mí con la cabeza apoyada en la mano mirando por la ventana, la novela olvidada a su lado. ¿Y ahora qué? Me mordí los labios, me rasqué un poco la cabeza y finalmente me lancé, construyendo mi mejor sonrisa:


-¡Ey!, ¿cuánto tiempo no?



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