Ya anochecía en aquella ciudad perdida de la mano de Dios.
Nunca más, me decía una y otra vez, nunca vuelvo a tocar a las provincias. Ya
era bastante malo que mi manager solo me hubiera conseguido un par de
actuaciones en la capital, pero ¿venir hasta aquí, hasta el culo del mundo,
para actuar delante de cincuenta personas? Nunca más. Cierto que esos cincuenta
habían sido el público más entregado en mucho tiempo. Cierto que habían coreado
todas y cada una de las canciones. Cierto que me habían invitado a todas las
copas que había querido. Pero, joder, aquí hacía un frío que pelaba. Además,
tendría que ir andando a la estación para coger el tren de vuelta que pasaba a
última hora. ¿Andando? ¿En qué clase de mundo vive esta gente sin taxis, ni
uber, ni nada? ¿Cómo se podían llamar a sí mismo civilizados?
De camino empezó a nevar. Lenta y blandamente se empezó a
formar un blanco manto, roto aquí y allá, por las breves pisadas de la gente
que volvía a su casa. Y mientras yo congelándome por un puñetero bolo. Ay que
ver. Nunca más. Por fin llegué a la estación. Era un edificio pequeño, de tipo
neoclásico. El típico edificio de hace cincuenta años que no es especialmente
bonito, pero que desde luego es mejor que las monstruosidades feas y grises que
se hacen hoy en día. Los pocos viajeros se arracimaban en la cafetería. Viendo
el cuadro, decidí ir al andén a fumarme un piti.
En la cajetilla solo quedaba un triste cigarro, una última
bala. Sus compañeros se habían quedado por el camino, en manos de gorrones que no
se compran una cajetilla porque no quieren fumar, pero que en cuanto se toman
un gin-tonic están pidiendo como locos cigarrillos a todo el mundo. Que les
den. Podrán llamarme de todo, pero al menos nunca podrán decir que soy un rata.
Si alguien me pide tabaco le doy. Y punto. Ella fue quien me enseñó eso. Nunca
negaba un pitillo. No se lo hubiera negado ni a su peor enemigo. Tenía que ver
con la solidaridad entre fumadores frente a un mundo frío y hostil. O algo así.
Desde luego frío y hostil era el andén. No había nadie a mi alrededor. Ni un
viajero, ni un revisor. Nadie.
Mientras fumaba empecé, sin darme cuenta, a pensar en lo que
ella hubiera dicho si hubiera estado allí conmigo. Seguro que me habría
arrancado una sonrisa. Ella siempre conseguía hacerme reír. Mis amigos se sorprendieron
mucho cuando rompimos. No se lo podían creer. «¿Vosotros? ¿Romper? Pero si estáis hechos el uno para el otro».
En aquel momento me pareció que exageraban, que había más peces en el mar, que
mi música era más importante. Menudo idiota. Y desde entonces no supe más de
ella.
Cuando ya
se me estaba acabando el piti sonó una alerta por los megáfonos de la estación.
Por un segundo pensé que mi tren se había adelantado, pero no. Era uno que iba
en dirección contraria. Como no tenía nada mejor que hacer me puse a mirar como
se preparaban los viajeros para bajar. Siempre me ha parecido un bonito
espectáculo de la condición humana ver bajarse a la gente de los trenes. Si no
lo habéis hecho os lo recomiendo. Están los impacientes que no esperan ni a que
se atisbe la ciudad de destino para ponerse ya en la puerta, aunque tengan que
esperar diez minutos de pie. Están los veteranos que aguantan hasta el último
segundo a que el tren se pare porque no van estar de pie un rato si «aún queda
mucho para la estación». Están los abuelitos que viajan con maletas enormes y
los jóvenes que se prestan a ayudarles a bajarlas del tren. Conozco a uno que
por eso se quedó en la estación equivocada.
En medio
de todo ese espectáculo de pronto la vi. Era ella. Leía, medio apelotonada en
el asiento, una novela. Llevaba su jersey de rayas que tanto le gustaba. En ese
momento me quedé totalmente paralizado. Ese tren iba en dirección contraria. Con
ella la había cagado hasta el fondo. Me lanzaría la novela a la cabeza si me
veía, seguro. Bah, a la mierda. Me lancé hacia las puertas cogiendo carrerilla
y monté de un salto justo cuando las puertas se cerraban. Casi me rompo la crisma
con las puñeteras escaleritas.
Me di
unos minutos para serenarme y recomponerme un poco. La había visto hacia la
izquierda, ¿verdad? Recorrí un vagón parándome un poco, fijándome bien en todo
el mundo. Al llegar al final estaba sudando, comparado con el frío de
fuera, aquello era un infierno. Me quité el abrigo y proseguí la búsqueda. Si
no era este era el siguiente. Seguro. Allí me la encontré. Estaba de espaldas a
mí con la cabeza apoyada en la mano mirando por la ventana, la novela olvidada
a su lado. ¿Y ahora qué? Me mordí los labios, me rasqué un poco la cabeza y
finalmente me lancé, construyendo mi mejor sonrisa:
-¡Ey!, ¿cuánto tiempo no?
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