miércoles, 1 de mayo de 2024

La ciudad de blancas murallas

 La luna, blanca y redonda, reflejaba su luz en los blancos muros del palacio. El estandarte del rey ondeaba orgulloso en lo más alto de la colina, destelleando el pálido lienzo como el faro de un puerto seguro. Era una plácida noche de verano y los miembros de la corte dormían tan felices y satisfechos como los habitantes de la ciudad que se extendía a sus pies. Por fin, después de tantos años, la guerra había terminado. Los niños volverían a cuidar del ganado fuera de la ciudad sin temor. Los hombres podrían dedicarse a dar forma a la piedra, a la madera, a los sueños que sus cabezas concibieran. Las mujeres dejarían de preocuparse cada día por sus maridos y dejarían de sentarse a la puerta de sus casas con las vecinas para sobrellevar la espera y rogar a los dioses que ellos regresaran un día más con vida de las murallas. El dulce sueño de la paz envolvía las plazas y callejones, las cimas de las torres y el adarve de la muralla, la casa del humilde y la mansión del noble. Pero ¡ay!, al igual que la noche siempre tiene que dejar paso al día, la tranquilidad pronto se turbó y el sueño de la paz se transformó en la pesadilla de la guerra.


Antes de que los pocos centinelas que guardaban las murallas pudieran dar la voz de alarma, todo un barrio de la ciudad baja se vio envuelto en fuego. La confusión era enorme. ¿Qué había pasado? ¿Esto era el descuido de un borracho o un castigo divino? ¿Quiénes eran esos hombres vestidos de negro que se abrían paso hasta las puertas de la ciudad a punta de lanza? La guardia de la muralla, despertada de golpe por el rojo incendio e impelida a ayudar a quienes gritaban y lloraban víctimas del fuego, no fue rival para los hombres que con furiosa determinación atacaron las torres que flanqueaban la entrada a la ciudad. Muchos soldados perecieron con cubos de agua en sus manos y una mueca de incredulidad en sus caras. Cuando las fuertes y poderosas hojas de la puerta temblaron y chirriaron para abrirse, un grito sonó en la oscuridad. Fue un grito multitudinario, tremendo, que hizo estremecer a todo aquel que lo escuchó. Parecía más animal que humano, como si procediera de una manada de lobos que, triunfante, se regocija por haber encontrado un rebaño de ovejas sin pastor. De los campos surgieron a la luz de la luna cientos y cientos de figuras que, negras, se abalanzaban como una plaga sobre la ciudad de blancas murallas.


En la ciudad alta y el palacio algunos despertaron por el resplandor del fuego, otros por los gritos de pánico y otros, los más dormidos, fueron levantados de la cama por los criados. Todos miraron con horror desde las alturas como se extendía el fuego. Enseguida señores y oficiales se reunieron a medio vestir en las cámaras del rey; sus mentes pensando en la mejor manera de atajar el incendio. De pronto, el grito de un centinela desbarató todos los planes a medio a hacer: «¡Alerta, el enemigo! ¡Entran por la puerta y toman las murallas!». La noticia cayó como un hachazo en medio de los reunidos. Algunos curtidos veteranos se quedaron con la mente en blanco. A los jóvenes se les anegaron los ojos de lágrimas cuando se dieron cuenta de que este era el final de su ciudad. La calma anterior, la esperanza de la paz había sido un fantasma; así era como acababa la lucha amarga que había envuelto sus vidas durante tantos años, no con la quietud del sueño sino con el fuego y la sangre de la venganza. Ya no había forma de salvar la ciudad. 


Troya había caído, pero, al menos, caerían unos cuantos aqueos con ella. Algunos oficiales fueron encargados de dirigir una evacuación por los túneles y pasadizos secretos, debían reunir y salvar a todos cuantos pudieran. Los demás acordaron unánimemente acudir al pasaje que separaba la ciudad alta de la baja y montar allí una última resistencia para dar tiempo a que sus familias se pusieran a salvo. El rey quiso ir con ellos, pero su mujer le convenció de que fuera a pedir la protección divina para su pueblo, pues sus brazos, vencidos por la edad, estaban más acostumbrados a las plegarias que a las armas. Las escaleras que separaban ambas partes de la ciudad eran amplias, proporcionando al que subía una esplendorosa visión de los templos y mansiones de la ciudadela y al que bajaba una magnífica vista de las plazas y mercados de la urbe y de las granjas y cultivos que asomaban tras las murallas. Mas hoy la vista era dantesca, ríos de fuego envolvían los jardines, las fuentes estaban anegadas de cadáveres y una marea negra se acercaba implacable, arrancando a la luna tenues resplandores en las puntas de las lanzas. Ante esa visión formaron los últimos troyanos; a medio vestir, algunos sin corazas, otros sin casco, pero la mayoría con escudo y lanza. El muro de escudos se formó y se alzó el estandarte en el centro, quizá la última vez que el sello de Príamo ondeara sobre la tierra. 


El choque fue brutal y el muro de escudos tembló, mas no se rompió de momento. Sin embargo, poco a poco se fueron abriendo brechas. Los hombres retrocedieron, intentando tapar los huecos y dejando rojos los blancos escalones que iban abandonando. Finalmente, la línea se quebró. Los aqueos inundaron la escalera y empezaron a dispersarse por la ciudadela. En el mismo centro de la escalera unos pocos formaron en círculo alrededor del estandarte, la última resistencia sin esperanza, el último rompeolas ante la tempestad. Allí estaban los jóvenes más duros y los veteranos más curtidos, pero poco a poco, uno a uno, fueron cayendo, cerrándose cada vez más el círculo hasta que el último de ellos murió con la espada en una mano y el estandarte en la otra, rodeado de sus camaradas. El gran estandarte cayó como una enorme sábana y cubrió a troyanos y aqueos por igual como un sudario que trajera la paz a los muertos. Enseguida los atacantes se dispersaron buscando su parte del botín, abandonando a sus caídos junto con los cadáveres de sus enemigos. Pronto nadie quedó en el pasaje. Quizá justamente ese lugar, el mismo centro de las escaleras, el mismo corazón de la urbe, donde la lucha había sido tan feroz y cruenta, fuera el más plácido de Ilión en ese momento porque a su alrededor el fuego, el saqueo y la violencia envolvían toda la antigua ciudad, cuyos muros ennegrecidos y derribados, ya no reflejaron más en esa noche de verano la luz de la luna, redonda y blanca.


No hay comentarios:

Publicar un comentario